martes, 11 de octubre de 2011

la cosmovisión mágica y el esoterismo

La cosmovisión mágica

El aspecto visible del ser viviente, su aparien­cia y estructura material, concreta y sensible, oculta la verdadera naturaleza de los poderes que lo con­trolan, que a través suyo se expresan y que incluso vehiculan sus propósitos.
Es decir, la hipótesis Gaia afirma que la Tierra se comporta y reacciona como lo haría un organismo viviente. La magia, en cambio, sostiene que es viviente y que posee un espíritu pla­netario, como por otro lado atribuye a todo planeta y estrella. En el universo creado todo es forma y to­da forma es viviente.
El origen de este concepto del mundo, en lo que atañe a la magia occidental, se remonta a los textos herméticos de la fase tardía del Imperio Romano. Estos textos, que tienen por protagonista a Hermes Trismegisto (el tres veces grande), se presentan co­mo diálogos entre divinidades, a la manera de los tantras orientales. Hermes, que es la versión helenís­tica del dios egipcio Toth, deidad que presidía la magia y la escritura, aparece en estos textos con otros antiguos dioses egipcios, como Tat e Isis, la diosa ve­lada de los misterios, así como con personajes divini­zados, como Imhotep, sumo sacerdote y mítico mé­dico y arquitecto, que vivió en la primera mitad del IV milenio a.C.
En este sentido, la literatura hermé­tica, que es la que más ha influido en la configura­ción de la cosmovisión de la magia occidental, reco­ge la tradición varias veces milenaria de la antigua religión mágica egipcia ha través del legado de la Gnosis pagana, que floreció en Alejandría hacia el siglo II a.C.
Estos textos provenientes de los primeros siglos de nuestra era cristiana, recopilados en obras como el Corpus Hermeticum (traducido por Marcilio Ficino y publicado bajo el mecenazgo de [W:Cosme de Médicis] en el siglo XV), constituyen la piedra angu­lar de la cosmovisión mágica occidental, que desde su origen es fuertemente dualista.
Más tarde incorporará la tradición de la Cábala hebraica (la gnosis judía, cuyo pensamiento mágico floreció también entre los siglos II a.C. y II d.C.), la teúrgia egipcia (ritos mistéricos orientados a la invo­cación de espíritus, fuerzas y dioses, así como a su control) y la filosofía dualista de Platón, sobre todo a través de los neoplatónicos griegos, como Proclo o Aristarco de Atenas, que mostraron en sus escritos el respeto y la credibilidad que les merecía la teúrgia y sus fórmulas mágicas. A estas aportaciones habría que añadir también la gnosis cristiana y el misticis­mo cristiano de los primeros siglos de nuestra era, así como las aportaciones que supusieron los grimo­rios medievales, auténticos recetarios mágicos naci­dos de ese sincretismo entre cultura pagana encu­bierta y cristianismo herético, que se fraguó en el marco de la cristiandad.
En el siglo XIX esta cultura integraría los legados mágicos de otras culturas antiguas del Mediterráneo oriental, así como de culturas contemporáneas orientales. En el siglo XX, la voluntad integradora haría una labor similar de síntesis con las tradiciones afroamericanas, polinesias, etc. No obstante, estas nuevas aportaciones sólo tendrían la consecuencia de confirmar, en otros códigos simbólicos, los mis­mos axiomas sobre la verdadera naturaleza de lo que llamamos realidad y los postulados fundamenta­les que ya estaban bien consolidados en el marco de la cultura mágica occidental. Sobre estas bases y le­gados construyó la magia europea moderna su con­cepto e imagen del mundo y el hombre.
La unidad corresponde al Creador, que a través de sus emanaciones, proyectadas a través de la pala­bra o hálito, crea mediante sucesivas mediaciones la variedad del mundo. Como vimos, esta Creación tie­ne un diseño que puede resumirse en el axioma de la Tabla Hermética o Esmeralda: «lo que hay arriba es como lo que hay abajo».
El hombre ocupa un lugar intermedio en la jerar­quía que resulta de este modelo de Creación. Por en­cima de él y de su voluntad también actúan seres y fuerzas sutiles, que representan niveles espirituales superiores, con mayor poder y control sobre el espa­cio y el tiempo. También hay inteligencias inferiores, que corresponden a niveles de menor desarrollo es­piritual.
Por otro lado, estos universos paralelos pueden interactuar entre sí. No sólo lo que ocurre en un pla­no incide en los otros, así como un plano (por ejem­plo, el espiritual, o el mental) preside a otro (el fe­noménico), sino que es posible, mediante fórmulas determinadas, comunicarse con seres o con fuerzas provenientes de otros planos, invocarlos y valerse de ellos para los propósitos del operador. Los teúrgos, por ejemplo, tenían fórmulas denominadas «encan­tamientos bárbaros» (auténticos mantras) para invo­car espíritus de otros planos y conjurarlos, animando con ellos incluso las estatuas, que así devenían «vi­vientes» y cargadas de poder.
En este punto, hay que recordar la ley de las co­rrespondencias para entender muchas prácticas mágicas. Así, por ejemplo, Venus, o cualquier otro dios pagano, no sólo existe en un plano de realidad como persona divina, sino que se asocia indisolublemente a determinado principio cósmico o cualidad metafí­sica (la belleza en este caso), así como a una flor con­creta (la rosa), a un planeta, a un color, al número cinco, etc., configurando así una intrincada red de simbolismos evocadores, que el mago tiene en consi­deración cuando opera, dado que a la luz de esta imagen del mundo es posible, al menos en principio y teóricamente, actuar sobre uno de los elementos incidiendo en el elemento correspondiente de un plano distinto.
Nada es gratuito ni azaroso para esta visión del mundo. Lo que para el hombre profano son causas últimas, para el iniciado en la magia no son sino con­secuencias de causas sutiles que escapan a la percep­ción y a la perspectiva intelectual y racionalista.

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